El aislamiento agrava el estado de los pacientes terminales de COVID-19 y deshumaniza su muerte

Urge modificar los protocolos de acción para que se tengan en cuenta, además del bien colectivo, los derechos del paciente.

En marzo de este año, el desconocimiento sobre la infección del virus SARS-CoV-2 y los primeros contagios entre los sanitarios precipitaron el miedo generalizado al nuevo coronavirus. La respuesta de los centros hospitalarios ante una amenaza de alcance imprevisible fue rotunda: los enfermos debían aislarse. Esta política dio pie a una de las escenas más dramáticas de la pandemia, pues cientos de pacientes hospitalizados con diagnóstico de COVID-19 o bajo sospecha de padecer la enfermedad infecciosa morían en soledad.

Esta situación, que se ha repetido alrededor del mundo, ha impedido que miles de personas no se hayan podido despedir de sus seres queridos. De esta manera, la emergencia sanitaria ha desplazado algunos derechos individuales fundamentales en favor del bienestar colectivo. Pero ¿es ético limitar los derechos del paciente al final de su vida? ¿Está justificada la estricta política de aislamiento en estas circunstancias?

Según hemos analizado y publicado en Revista de Bioética y Derecholos procedimientos y las normativas de seguridad sanitaria actuales ante la COVID-19 atentan contra los derechos de los pacientes terminales. Por otro lado, hoy en día existen herramientas que pueden evitar la soledad a estas personas y suponen un riesgo mínimo de propagación del virus.

 

El acompañamiento, un derecho fundamental

Todo paciente tiene derecho a estar acompañado en la fase terminal de su vida por familiares, conocidos o incluso personas ajenas que puedan ofrecerles auxilio espiritual, siempre de acuerdo con las preferencias del afectado y si ello no supone un riesgo para su salud. Este derecho universal se incluye en las bases de los cuidados paliativos, que buscan, además de controlar los síntomas del paciente, aliviar su malestar psicosocial y espiritual, y el de sus allegados. El fin último reside en asegurar la calidad de vida de todos ellos.

Pero, a pesar de los avances que se han hecho los últimos años en cuidados paliativos, siempre ha existido un desconocimiento general de este tipo de asistencia en los sistemas de salud (cuándo se debe proporcionar y a qué pacientes, por ejemplo). Además, por motivos culturales o sociales, a menudo los cuidados paliativos han quedado relegados a un segundo plano. Por esa razón, no sorprende que tanto la atención emocional como el acompañamiento presencial de aquellos infectados de COVID-19 por los que «ya no hay nada que hacer» hayan sido víctimas de la priorización del bien colectivo, la situación de emergencia o la carencia de recursos.

En línea con la práctica clínica tradicional, la enfermedad del paciente, y no el paciente en sí mismo, se ha erigido en el centro de la atención sanitaria en esta pandemia. Tal incumplimiento de las bases del cuidado paliativo no hace más que agravar el impacto psicológico del enfermo y de las personas más allegadas.

Daños colaterales

El hecho de denegar los recursos para afrontar la muerte, como es la compañía de sus seres queridos, provocaque el paciente se sienta emocionalmente alterado y perciba impotencia, falta de control sobre la situación y un mayor sufrimiento. Este estado emocional, a su vez, puede aumentar la intensidad o presencia de los síntomas propios de la enfermedad y afectar el estado de salud general. En pocas palabras, la soledad empeora su situación psíquica y física.

Se ha visto que el aislamiento social aumenta la incidencia de enfermedades y de muertes prematuras, como apunta, entre otros, un estudio llevado a cabo por Julianne Holt-Lunstad, de la Universidad de Brigham Young, junto con otros científicos. Uno de los efectos más notables del aislamiento es que disminuye la eficacia del sistema inmunitario, lo que supone una grave consecuencia en el caso de los enfermos de COVID-19, ya que ello puede aumentar los procesos inflamatorios y disminuir la capacidad del organismo para combatir las infecciones.

Con todo, la complicada situación que atravesamos a causa de la pandemia también puede ser una oportunidad para detectar los puntos débiles de nuestro sistema sanitario e impulsar una transformación que priorice los derechos del enfermo terminal, la escucha y el respeto de las últimas voluntades del paciente. A partir del análisis de las medidas sanitarias que se han tomado hasta ahora, proponemos una serie de herramientas para facilitar una mejora de la situación desde el punto de vista bioético y psicosocial.

Dispositivos electrónicos

Con la pandemia de la COVID-19 han surgido una serie de medidas para paliar el abandono de los enfermos que se enfrentaban al final de su vida. Una de las iniciativas más recogidas por los medios de comunicación ha sido el acompañamiento a través de dispositivos tecnológicos: teléfonos móviles, tabletas electrónicas y ordenadores portátiles. En numerosas imágenes se han podido ver a sanitarios que sujetaban una tableta para facilitar la comunicación por videoconferencia entre la persona ingresada y sus familiares. Ahora bien, ¿es esta una medida suficiente?

Cuando no es posible el acompañamiento de pacientes en fase terminal, la comunicación cobra una nueva dimensión, puesto que debe suplir la falta de apoyo y confort que aportan la proximidad y el contacto físico directo con los familiares o amigos. Si a esta situación se le suma que la comunicación se realiza a distancia, el grado de impotencia y frustración puede generar mucha ansiedad entre los interlocutores.

Por otro lado, tanto la comunicación a través de dispositivos tecnológicos como el acompañamiento mediado por profesionales sanitarios implica una pérdida de la intimidad del paciente y no siempre alivian la situación de desamparo y soledad que sienten. Incluso pueden llegar a acrecentar su ansiedad y malestar emocional, indican Sirina Keesara, de la Universidad Stanford, y otros investigadores. Además, el uso de dispositivos portátiles solo es posible si el hospital ofrece acceso a Internet y dispone de este tipo de recursos. Sin embargo, en ningún caso esta medida debe convertirse en la única vía de acompañamiento, sino debe ser una herramienta complementaria.

Intervención de los sanitarios

Más allá del uso de esos dispositivos, los sanitarios han tenido que hacer el acompañamiento in situ de los pacientes. Aunque esta relación se basa en el cuidado y debe sustentarse en un vínculo de confianza en un momento tan íntimo como el final de la vida, los profesionales de la sanidad no deben asumir el rol de la familia.

Por otro lado, el equipo de protección (bata, mascarilla, guantes y protección ocular) impide que los sanitarios ofrezcan la cercanía y el apoyo emocional necesarios en un momento de extremada delicadeza. Los pacientes siempre, y en especial al final de su vida, deben poder disfrutar de la proximidad de sus allegados.

Medidas más flexibles y homogéneas

Los protocolos de actuación de algunos hospitales e incluso de algunas comunidades autónomas (Cataluña, Valencia, Asturias, Madrid o Castilla y León, entre otras) se han modificado para permitir la entrada puntual de un familiar o conocido para despedirse del paciente terminal hospitalizado. No obstante, el conjunto de las medidas adoptadas no muestra un consenso general respecto a la normativa de entrada de visitantes, las directrices son particularmente heterogéneas y, en su mayoría, olvidan al paciente.

Por lo general, la activación de dicho protocolo recae en la decisión exclusiva de los sanitarios e ignora la voluntad del enfermo. Por ese motivo, las causas del sufrimiento resultan heterogéneas. Es imprescindible escuchar al enfermo para identificar la intensidad y los motivos de su sufrimiento y poder aliviarlo. Así, mientras muchos pacientes con COVID-19 prefieren mantener una comunicación remota con sus familiares por miedo a contagiarles el virus, otros necesitan el contacto físico o el acompañamiento espiritual de algún representante religioso, y, de tener la opción, probablemente otros decidan domiciliar los cuidados paliativos.

De esta manera, más que un protocolo estático de actuación para atender a los pacientes terminales se necesita un abanico de opciones según los recursos de que se disponga. Resulta imprescindible diseñar nuevos protocolos sin condicionantes ni restricciones que obstaculicen el cumplimiento de los derechos del paciente terminal e implementar un plan de acceso detallado junto con recomendaciones posteriores al contacto con el enfermo (por ejemplo, medidas de higiene antes de salir del hospital, distancia social hasta su domicilio, cuarentena preventiva domiciliaria, uso de equipos de protección individual para acompañantes, para visitantes, etcétera). Las medidas deberían extremarse para los visitantes que sean de un grupo de riesgo de COVID-19 e informarles del peligro adicional.

También debería valorarse que, en numerosas ocasiones, los acompañantes han estado en contacto con los enfermos antes de su ingreso (en su domicilio o en el mismo hospital), por lo que es posible que ya hayan estado expuestos al virus y, por tanto, podrían haber padecido e incluso superado la infección.

En definitiva, debería implementarse un protocolo compartido por los distintos territorios y con unas recomendaciones homogéneas en la medida de lo posible (de acuerdo con los espacios y arquitectura de cada centro hospitalario y contemplando diversas opciones para responder a la necesidad de cada paciente, por ejemplo).

Aprender de la situación

La deshumanización de la muerte tiene un fuerte impacto emocional que puede derivar en duelos patológicos que perduran en las personas próximas al fallecido [véase «Duelo de luto», por Wolfgang Stroebe, Margarete Stroebe y Henk Shut; Mente y Cerebro, n.o 17, 2006]. Disponemos de recursos para no perpetuar una situación injusta y evitar más sufrimiento causado por la propia emergencia sanitaria. La muerte digna es un éxito terapéutico y un derecho fundamental que merece ser protegido en condiciones normales y también en situación de crisis.

Urge revisar los protocolos vigentes y flexibilizar las políticas hospitalarias para evitar que los enfermos terminales sufran una muerte doblemente dolorosa a causa de la soledad. Cada caso debería evaluarse de forma individual, teniendo en cuenta las voluntades del paciente.

 

Por Marta Consuegra Fernández
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